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Liberalismo metafísico. Una perspectiva histórica

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La refriega que de un tiempo a esta parte viene produciéndose en RL y alrededores entre anarquistas y liberales clásicos y conservadores ha tenido sus últimos episodios en los blogs de María Blanco, Iracundo y Eduardo Robredo Zugasti. Descontando lo que el debate tenga de discusión sobre nombres y categorías, o incluso de querella personal, creo que la divisoria entre unas y otras posturas lo es entre una visión esencialista y en buena medida metafísica del hombre y la socialidad, y otra materialista, histórica y evolucionista, que es la que me resulta más afín. Que el lector decida cuál de ellas casa mejor con la tradición clásica del liberalismo, la de Hume y Smith, la de Tocqueville y Revel, la de Mises y Aron. Lo cierto es que, desde la fundación del Instituto Juan de Mariana -una iniciativa que muchos saludamos en su momento como necesaria en el desolado panorama patrio-, el escoramiento de dicho think tank y de la propia RL hacia postulados anarco-capitalistas ha sido notable. Y esto, con ser legítimo, entraña el riesgo de que liberalismo y anarquismo acaben por ser sinónimos para muchos de dentro y de fuera, lo que supondría un falseamiento de la tradición antes citada. Pero, más allá de batallitas coyunturales, mi intención aquí era señalar los argumentos históricos en contra del anarquismo.

A mi juicio, es fundamental dejar sentado que, desde un punto de vista histórico, tanto el liberalismo, en cuanto tradición política, como el capitalismo en cuanto fenómeno económico, son parte del proceso del Estado moderno; y que si la hipertrofia y el intervencionismo de éste representan dos de las mayores amenazas para ambos, no es menos constatable la inexistencia de valores políticos liberales así como de economía que pueda llamarse capitalista allí donde está ausente alguna forma, ya sea nacional o imperial, de Estado. En el despliegue del Estado conviven factores, planificados o espontáneos, favorables al capitalismo con otros perniciosos para la economía de mercado. Siendo así, lo sensato -tal como sugería Hayek- parece tratar de seleccionar a partir de la evidencia histórica los factores positivos y desechar los negativos, antes que rechazar el Estado per se como si todo lo que cabe bajo dicha palabra -y a veces es mucho, demasiado- fuese un bloque monolítico de planificación ineficiente y liberticida. Y, de hecho, para darse cuenta esto no hace falta recurrir a tradiciones historiográficas ajenas: basta, por ejemplo, con revisar el clásico de North y Thomas sobre el nacimiento de la economía europea moderna.

Más aún: los grandes avances históricos en la extensión de los mercados han estado condicionados a la hegemonía de algún poder político, ya fuera el romano, el mongol, el inglés o el estadounidense. Aun cuando, por ejemplo, tomemos por cierta la hipótesis de que la iniciativa privada, y clandestina, de los agentes de la Compañía de las Indias Orientales contribuyó a abrir mercados en mayor grado que la acción oficial de la compañía, seguiremos teniendo que reconocer que ésta, y el Estado del que dependía, fue el marco o el sustrato necesario de dicha iniciativa privada, que difícilmente hubiera tenido lugar de encontrarse los agentes particulares libres a su suerte en las Islas Británicas. Ídem y aumentado varias veces para el caso del Imperio español. Por paradójico que resulte, el crecimiento se producía en los resquicios de un Estado sin cuyos programas, la iniciativa privada, aun cuando los contraviniera, no habría podido darse. Cabría por tanto decir que no es tanto, o no siempre, el programa deliberado de un Estado o Imperio lo necesario para el desarrollo de la economía capitalista, cuanto su existencia y, por supuesto, la atribución de las funciones básicas de defensa exterior y orden interno: algo que casa mal tanto con la postura socialista o nacionalista como con la anarquista. Y que sugiere nuevamente la idea de un orden espontáneo, pero de uno extenso, real, insensible a las cesuras y categorías de la teoría política y que incluye el Estado y las instituciones; y suscita asimismo otra cuestión: el Estado o incluso el Imperio liberales pueden ser ineficientes comparados con la teorización anarquista, es decir, con lo ideal; pero, en contacto con las posibilidades reales, se revelan imprescindibles y por lo tanto, óptimos.

Al anarquista, que como el izquierdista cree poder escoger a su gusto entre los futuros posibles, a despecho de la naturaleza humana y de los mecanismos de la realidad, le puede parecer esto mera casualidad. Acaso también lo sea que las épocas de crepúsculo del Estado y de competición entre agentes privados rivales, como la Alta Edad Media europea, no hayan constituido exactamente períodos de esplendor económico y de respeto a la libertad. Quizás quienes provienen por su formación del terreno económico sean menos sensibles a la evidencia histórica; o quizás es que, sencillamente, el ramalazo metafísico del anarquismo es demasiado fuerte. En cualquier caso, quienes optan, optamos, por una visión evolutiva del hombre y la sociedad no pueden dejar de atender a ese ejemplo.

Otro mixtificación anarquista, como veíamos antes de pasada, consiste en meter en el mismo saco (“el Estado”) a formas de organización social muy diversas, desde el estado de bienestar socialdemócrata hasta el despotismo oriental antiguo o, para mayor embrollo, jefaturas y cacicazgos preestatales. Evidentemente, el absolutismo de la “no coacción” impide distinguir unos fenómenos de otros y, dentro de éstos, grados menores y mayores. Al anarquismo le da igual ocho que ochenta, el código de Hammurabi que la common law, la constitución de Esparta que la de la RFA, Stalin que Richard Posner. Pero, como es evidente, ninguna teoría política que pretenda enfrentarse con éxito a lo real puede prescindir de estos matices, y un análisis de la socialidad basado en el esquematismo “coacción/no coacción” acaba por ser tan útil como los basados en la “lucha de clases” o la “explotación”.

Finalmente, el pacifismo maximalista que considera la guerra un programa estatal o “gubernamental” y que entiende que la desaparición del Estado y la privatización de la defensa conducirían, si no a la “paz perpetua”, sí a una situación notablemente mejor que la actual, también se ve severamente refutado por la historia. Podemos recurrir nuevamente al ejemplo de la Alta Edad Media, donde el colapso del Estado romano -debido en parte, bien es cierto, a su ineficiencia y a las cargas impuestas a la población- da paso a una situación caótica con privatización de la defensa -con las consecuentes feudalización y servidumbre-, hordas de invasores y bandas de salteadores y “revolucionarios”, que provoca la interrupción de las rutas comerciales, la fragmentación del mercado y estados de guerra endémicos. (La quiebra del mito de la Antigüedad Tardía ha sido excelentemente expuesta por Bryan Ward-Perkins; y qué significativo es comprobar una y otra vez que el anarquismo y el relativismo postmoderno abrevan en las mismas fuentes.) O a las sociedades preestatales de América y Nueva Guinea, donde el porcentaje de muertes violentas supera con creces el registrado en Europa durante las guerras mundiales, y donde la violencia no se limita a los enfrentamientos intergrupales, sino que preside también las relaciones entre los sexos. Por cierto que los ejércitos mercenarios no han mostrado históricamente un comportamiento significativamente más humano sobre el terreno, sino más bien al contrario; ya se tratase de mercenarios griegos en la Antigüedad, bucellarii -cuyas levas forzosas, que, como bien saben en África y otros lugares, no son monopolio de los Estados, llevaban a los siervos a mutilarse para tratar de evitar la conscripción-, compañías europeas bajomedievales o ejércitos modernos como los que saquearon Roma en 1527 y asolaron Centroeuropa durante la Guerra de los Treinta Años. Y todo ello sin perjuicio de que, en determinados casos, el outsourcing pueda ser una estrategia viable u óptima para ejércitos y servicios de inteligencia, y de que los conflictos postmodernos exijan superar el paradigma estratégico de Clausewitz.

Charlton Heston - The Warlord

…el futuro ya está aquí…

Y un último apunte. Paralelamente al debate, se viene repitiendo la opinión de que el campo liberal -sea lo que fuere- debe estar unido frente al “enemigo común” del socialismo, que anarquistas y liberales clásicos o conservadores deben aparcar unas diferencias que lo son sólo de matiz, etc. Sin embargo, no se trata aquí de una discusión bizantina, de una mera querella escolástica por un quítame allá esos nombres o esas categorías. Lo que se ventila aquí es una concepción de la naturaleza humana, de la socialidad y de la misma estructura de la realidad. Quien quiera encastillarse en teorizaciones cada vez más despegadas de lo real, que lo haga, pero que no pretenda envolverse en la bandera de un liberalismo auténtico e insobornable. Si nos marcamos el horizonte de hacer del liberalismo español una tendencia influyente, un verdadero movimiento civil que, si no por su número, sí por su calidad y su apertura funcione como un verdadero motor del pensamiento político y económico, no podrá ser encomendándose a posturas maximalistas que incurren no pocas veces en simplismos de verdadero alipori. Posturas que no sólo son marginales en la academia -lo que, coincido en parte, no es prueba inequívoca de su invalidez-, sino que tienen muy escaso valor en el mercado de las ideas, fallan estrepitosamente en el test de la historia y se evaporan al contacto con la realidad. Más que nada porque su muy previsible descrédito lo sería también del liberalismo, y no están las cosas como para ir tirando respeto e influencia por la borda.

El Neoconomicón 


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